viernes, 2 de septiembre de 2011

Variaciones sobre el Olvido.


El pasado es siempre una morada. Cuando nos mudamos al presente, a veces alimentamos la ilusión de que cerrando aquella casa con tres candados (digamos perdón, la ingratitud o el simple olvido) nos vamos a ver libres de ella para siempre. Sin embargo, no podemos evitar que una parte de nosotros quede allí, coleccionando goces o rencores, transmutando los momificados hechos, en delirios, visiones o pesadillas. Esa parte de nosotros que allí queda nos llama cada tanto, nos hace señales, nos refresca viejas primicias, y todo ello porque es la primera en saber que no nos conviene abandonarla, hacer de cuenta que nunca existió. El olvido es, antes que nada, aquello que queremos olvidar, pero nunca ha sido factor de avance. No podremos llegar a ser vanguardia de nada ni de nadie, ni siquiera de nosotros mismos, si irresponsablemente decidimos que el pasado no existe.

El amnésico y el olvidador

Hay una diferencia sustancial entre el amnésico y el olvidador, y entre este y el olvidadizo, que es apenas un precandidato a olvidador. El amnésico ha sufrido una amputación (a veces traumática) del pasado; el olvidador se lo amputa voluntariamente, como esos reclutas que se seccionan un dedo para ser eximidos del servicio militar. El olvidador no olvida porque si, sino por algo, que puede ser culpa o disculpa, pretexto o mala conciencia, pero que siempre es evasión, huída, escape de la responsabilidad. No obstante, el olvidador nunca olvida su objetivo, que es encerrar el pasado (cual si se tratara de desechos nucleares) en un espacio inviolable. El pasado siempre encuentra un modo de abrir la tapa del cofre y asomar su rostro. El amnésico hace a menudo denodados esfuerzos para recuperar su pasado, y a veces lo consigue; el olvidador hace esfuerzos, igualmente denodados, por desprenderse del mismo, pero solo cosecha frustración, ya que nunca logra el pleno olvido. El pasado siempre alcanza a quien reniega de él, ya sea infiltrándose en signos o en gestos, en canciones o pesadillas.

Los pueblos nunca son amnésicos. Amnistía no es amnesia. La tradición es un recurso de la memoria colectiva, pero también hay otros. Hay que prohibirse mirar hacia atrás; hay que mirar siempre adelante. (Digamos como el rinoceronte, miope conspicuo pero arremetedor. No obstante, alegoría más idónea e incitante es la del búho, que aunque no tiene ojos en la nuca, bien que se las arregla para mirar hacia atrás y tal vez por eso tiene fama de sabio)

La palabra es probablemente la mayor dificultad con que se enfrentan los olvidadores profesionales, porque la vocación congénita de la palabra no es omitir, sino nombrar, así como la justicia esta para juzgar y no para complicarla en el olvido. Pese a todo, para la injusticia solo hay un remedio y este no es el olvido, sino la justicia.

El cálculo que suelen hacer los olvidadores es que ellos olvidan a plazo fijo (y con fructuoso interés) y que en todo caso serán sucesores quienes deberán hacer frente al rechazo popular. Juzgar el pasado no es faena cómoda, pero al menos no es inútil como el olvido. El olvido es un barniz, o incluso la propuesta de una imagen espuria, peor debajo del barniz o la imagen fraudulenta, la realidad finalmente surge.

Al prójimo ecuánime y entrañable, que también los hay, no le seduce la retórica del olvido sino las cuentas claras, esas que conservan enemistades. No ignora que tras esa mímica de generosidad, tras ese despilfarro de perdones, tras ese simulacro de justicia, el pasado de veras sigue intacto: con sus principios y sus riesgos, sus frustraciones y sus laureles, sus violetas y sus pavos reales, sus almas en pena y sus almas en gloria. Ocurre que el pasado es siempre una morada y no hay olvido capaz de demolerla.

MARIO BENEDETTI (1987)

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